lunes, 20 de junio de 2011

textos de Larra

.Hay en el lenguaje vulgar frases afortunadas que nacen en buena hora y que se derraman por toda una nación, así como se propagan hasta los términos de un estanque las ondas producidas por la caída de una piedra en medio del agua. Muchas de este género pudiéramos citar, en el vocabulario político sobre todo; de esta clase son aquellas que, halagando las pasiones de los partidos, han resonado tan funestamente en nuestros oídos en los años que van pasados de este siglo, tan fecundo en mutaciones de escena y en cambio de decoraciones. «En este país...», ésta es la frase que todos repetimos a porfía, frase que sirve de clave para toda clase de explicaciones, cualquiera que sea la cosa que a nuestros ojos choque en mal sentido. «¿Qué quiere usted?» -decimos-, «¡en este país!» Cualquier acontecimiento desagradable que nos suceda, creemos explicarle perfectamente con la frasecilla: «¡Cosas de este país!», que con vanidad pronunciamos y sin pudor alguno repetimos. Pasábamos al lado de una obra de esas que hermosean continuamente este país, y clamaba:
-¡Qué basura! En este país no hay policía.
En París las casas que se destruyen y reedifican no producen polvo.
Metió el pie torpemente en un charco.
-¡No hay limpieza en España! -exclamaba.
En el extranjero no hay lodo.
Se hablaba de un robo:
-¡Ah! ¡País de ladrones! -vociferaba indignado.
Porque en Londres no se roba; en Londres, donde en la calle acometen los malhechores a la mitad de un día de niebla a los transeúntes.
Nos pedía limosna un pobre:
-¡En este país no hay más que miseria! -exclamaba horripilado.
Porque en el extranjero no hay infeliz que no arrastre coche.
Íbamos al teatro, y:
-¡Oh qué horror!- decía mi don Periquito con compasión, sin haberlos visto mejores en su vida- ¡Aquí no hay teatros!
Pasábamos por un café.
-No entremos. ¡Qué cafés los de este país! -gritaba.
Se hablaba de viajes:
-¡Oh! Dios me libre; ¡en España no se puede viajar! ¡Qué posadas! ¡Qué caminos!
¡Oh infernal comezón de vilipendiar este país que adelanta y progresa de algunos años a esta parte más rápidamente que adelantaron esos países modelos, para llegar al punto de ventaja en que se han puesto! Pero acabemos este artículo, demasiado largo para nuestro propósito: no vuelvan a mirar atrás porque habrían de poner un término a su maledicencia y llamar prodigiosa la casi repentina mudanza que en este país se ha verificado en tan breve espacio.
Concluyamos, sin embargo, de explicar nuestra   .  idea claramente, mas que a los don Periquitos que nos rodean pese y avergüence.
Cuando oímos a un extranjero que tiene la fortuna de pertenecer a un país donde las ventajas de la ilustración se han hecho conocer con mucha anterioridad que en el nuestro, por causas que no es de nuestra inspección examinar, nada extrañamos en su boca, si no es la falta de consideración y aun de gratitud que reclama la hospitalidad de todo hombre honrado que la recibe; pero cuando oímos la expresión despreciativa que hoy merece nuestra sátira en bocas de españoles, y de españoles, sobre todo, que no conocen más país que este mismo suyo, que tan injustamente dilaceran, apenas reconoce nuestra indignación límites en que contenerse.
Borremos, pues, de nuestro lenguaje la humillante expresión que no nombra a este país sino para denigrarle; volvamos los ojos atrás, comparemos y nos creeremos felices. Si alguna vez miramos adelante y nos comparamos con el extranjero, sea para prepararnos un porvenir mejor que el presente, y para rivalizar en nuestros adelantos con los de nuestros vecinos: sólo en este sentido opondremos nosotros en algunos de nuestros artículos el bien de fuera al mal de dentro.
Olvidemos, lo repetimos, esa funesta expresión que contribuye a aumentar la injusta desconfianza que de nuestras propias fuerzas tenemos. Hagamos más favor o justicia a nuestro país, y creámosle capaz de esfuerzos y felicidades. Cumpla cada español con sus deberes de buen patricio, y en vez de alimentar nuestra inacción con la expresión de desaliento: «¡Cosas de España!», contribuya cada cual a las mejoras posibles. Entonces este país dejará de ser tan mal tratado de los extranjeros, a cuyo desprecio nada podemos oponer, si de él les damos nosotros mismos el vergonzoso ejemplo.
Revista Española, n.º 51, 30 de abril de 1833. Firmado: Fígaro.


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Soy español y me llamo don Juan Fernández.
–Para servir a Dios –dijo el padre.
–Y a Su Majestad la Reina nuestra señora –añadió muy complacido y satisfecho el español.
–¡A la cárcel! –gritó una voz–. ¡A la cárcel! –gritaron mil.
–Pero, señor, ¿por qué?
–¿No sabe usted, señor revolucionario, que aquí no hay más reina que el señor rey don Carlos V, que felizmente gobierna la monarquía sin oposición ninguna?
–¡Ah! Yo no sabía...
–Pues sépalo, y confiéselo, y...
–Sé y confieso, y... –dijo el amedrentado dando diente con diente.
–¿Y qué pasaporte trae? También francés... Repare usted, padre secretario, que estos pasaportes traen la fecha del año 1833. ¡Qué deprisa han vivido estas gentes!
–¿Pues no es el año en que estamos? ¡Pesia mí! –dijo Fernández, que estaba ya a punto de volverse loco.
–En Vitoria –dijo enfadado el padre, dando un porrazo en la mesa– estamos en el año 1.º de la cristiandad, y cuidado con pasarme de aquí.
–¡Santo Dios! ¡En el año 1.º de la cristiandad! ¿Conque todavía no hemos nacido ninguno de los que aquí estamos? –exclamó para sí el español–. ¡Pues vive Dios que esto va largo!
Aquí se acabó de convencer, así como el francés, de que se había vuelto loco, y lloraba el hombre y andaba pidiendo su juicio a todos los santos del Paraíso.
Tuvieron su club secreto los facciosos y los padres, y decidiéronse por dejar pasar a los viajeros; no dice la historia por qué; pero se susurra que hubo quien dijo, que si bien ellos no reconocían a Luis Felipe, ni le reconocerían nunca jamás, podría ocurrir que quisiera Luis Felipe venir a reconocerlos a ellos, y por quitarse de encima la molestia de esta visita, dijeron que pasasen, mas no con pasaportes, que eran nulos evidentemente por las razones dichas.
Díjoles, pues, el que hacía cabeza sin tenerla:
–Supuesto que ustedes van a la revolucionaria villa de Madrid, la cual se ha sublevado contra Álava, vayan en buen hora, y cárguenlo sobre su conciencia: el Gobierno de esta gran nación no quiere detener a nadie; pero les daremos pasaportes válidos.
Extendióseles enseguida un pasaporte en la forma siguiente:
AÑO PRIMERO DE LA CRISTIANDAD
Nos fray Pedro Jiménez Vaca, concedo libre y seguro pasaporte a don Juan Fernández, de profesión católico, apostólico y romano, que pasa a la villa revolucionaria de Madrid a diligencias propias; deja asegurada su conducta de catolicismo.
–Yo, además, que soy padre intendente, habilitado por la Junta Suprema de Vitoria, en nombre de Su Majestad el Emperador Carlos V, y el padre administrador de correos que está ahí aguardando el correo de Madrid, para despacharlo a su modo, y el padre capitán del Resguardo, y el padre Gobierno que está allí durmiendo en aquel rincón, por quitarnos de quebraderos de cabeza con la Francia, quedamos fiadores de la conducta de catolicismo de ustedes; y como no somos capaces de robar a nadie, tome usted, señor Fernández, sus tres mil reales en esas doce onzas, que es cuenta cabal –y se las dio el padre efectivamente.
Tomó Fernández las doce onzas, y no extrañó que en un país donde cada 1833 años no hacen mas que uno, doce onzas hagan tres mil reales.
Dicho esto, y hecha la despedida en regla del padre prior, y del desgobernador Gobierno que dormía, llegó la mala de Francia, y en expurgar la pública correspondencia, y en hacernos el favor de leer por nosotros nuestras cartas, quedaba aquella nación poderosa y monástica ocupada a la salida de entrambos viajeros, que hacia Madrid se venían, no acabando de comprender si estaban real y efectivamente en este mundo, o si habían muerto en la última posada sin haberlo echado de ver; que así lo contaron en llegando a la revolucionaria villa de Madrid, añadiendo que por allí nadie pasa sin hablar al portero.
Revista Española, n.º 106, 18 de octubre de 1833.

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